martes, octubre 24, 2006

¡Castañas calentitas!

Sigue lloviendo a intervalos, y mientras Juan pule el granito del portal a base de escobazos, yo solamente puedo pensar en una cosa: ¡Castañas calentitas! ¡Castañas calentitas! ¡Qué ilusión volver a ver el descolocado puesto de castañas! ¿Qué importa la lluvia si se puede parar el coche y comprar un pequeño cono con castañas?

Cuando era pequeña y llovía los domingos, cuando se encendía la iluminación navideña, ¡entonces compraba castañas! Siempre me dio un poco de pena la vieja vendedora de castañas, con las manos llenas de ceniza y la cara arrugada, aguantando el vapor del quemadero y doblando cartones sin parar. Aun así, el ritual era el mismo que sigo ahora. ¡Comprar, comprar! ¡Quema, quema! ¡Tirar una, dos, tres! ¡Comer una, dos, tres! ¡Tirar, tirar, tirar!
Y así se me ennegrecían las manos también, de la misma forma que a la achaparrada vieja de atuendo de aldeana portuguesa, pero más feliz y siempre satisfecha tras despellejar las castañas y decorar la acera con las cáscaras.

Otras veces calentaba castañas en casa, sustituyendo el exquisito olor de la madera quemada por el sucedáneo humo del microondas. No es lo mismo, claro. Acababa dejándome las uñas en el intento de despojar a la silbante castaña de la piel imposible de sacar. Pero olía, al fin y al cabo, a castañas calentitas. A veces me veía obligada a tirarlas por el balcón, invitando a los transeúntes a odiar las imposibles castañas a medio desnudar.

Ahora ya no hay ninguna vieja cerca de mi casa a la que comprarle castañas. La extrañamente rapidísima perolista de castañas debió de volverse a Faro hace ya años. Desgraciadamente, los puestos de bufandas del Che, de banderolas jamaicanas y uniformes comeflores de rayas multicolores, siguen en el paseo. Y además con techado por cortesía del ayuntamiento. Dudo que a la vieja le hubieran regalado un puestecillo.

lunes, octubre 23, 2006

Gente en el país de las comidas felices.

Iban de la mano y llevaban McConos en las palmas libres de apretujones cariñosos. Han estado calentádose las falanges distales -éstas vivas, otras antes muertas en dispositivas baratas- y lamiendo barquillos à la mode. Ella ha admirado las pulseras de él durante largo rato, casi lamiendo lo que yo creía que eran cicatrices. Él miraba embelesado los ojos engafados de ella y el deje casual de la melena negra sobre su brazo. Yo he esturreado tomate en el culo de una cerveza y me he sentido extraña.

jueves, octubre 19, 2006

Si hubiera terminado el bachiller.

Hoy llovía y él miraba la caer lluvia de una forma estúpidamente misteriosa. Ignoro su nombre, pero apuesto sin demasiado temor a equivocarme que, al igual que los demás porteros que han pasado por el bloque, el artista del mono azul se llama Juan.

Hay camareras que creen ser escritoras, y creen conocer a sus clientes según los posos dejados tras la segunda ronda de café. Pasean las bandejas con una sonrisa y se crecen en la ilusión de ser investigadoras con un delantal manchado que hace las veces de uniforme de paisano. Luego llegan a casa y, por suerte, nunca llegan a escribir los novelones Barbara Woodescos.

Juan nunca quiso ser escritor. Los lunes, noches tempranas a las siete de la mañana, Juan barre los envoltorios de sobaos pasiegos que algún gracioso se dedicó a tirar la tarde anterior. Luego friega el portal, y es entonces cuando me lo cruzo. "Buenos días". "Buenos días". Cuando termina de fregar, riega el patio; intercala manguerazos con charlas de tiempo y cartas que no llegan, de quejas y de ánimos o historias familiares. Sale a barrer la acera un poco, a ver cómo abren los comercios y comienza a formarse barullo, a ver pasar coches y saludar a los de siempre. Y mira las placas de la puerta, y las limpia a veces. Otras veces se sienta en su despachillo a descansar un rato, y es entonces cuando debe de pensar lo bien que estaría en aquel momento rajando gente bajo sábanas verdes.

"Verá usted, don José. Yo me he dado cuenta con las series estas de la tele, las de los médicos que tanto ponen ahora. Es que mi vocación era ser médico, como usted... pero claro, las cosas de la vida, cuando uno es chico se pone a trabajar, y claro. No es que yo me queje, pero pienso yo a veces, sobre todo ahora con las series de la tele, ¡si hubierta terminado el bachiller! Ahora me arrepiento, claro. Yo es que veo a los médicos esos, como el doctor Jaus, y recuerdo aquellos tiempos".

Don José se siente tentado de cederle el pijamilla hospitalesco y quedarse él regando patios, mirando placas y hablando con los de siempre durante una mañana; y recuerda la de vocaciones que han surgido en estos últimos años entre estudiantes, amas de casa, camareros, abogados o maestros; los monólogos de arrepentimientos tardíos y las reiteraciones de "ays don José verá usted qué envidia" que aguanta todos los días.

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