jueves, febrero 16, 2006

Me revuelvo y me incorporo en este nicho.

Yo no oigo gemir al huracán. Ni siquiera perros ladran, y dudo que asomando medio cuerpo por la ventana llegase a ver un blando fluir lunar. Un insomnio reduce sus tristeza y gravedad cuando uno vive en mi bloque. El único huerto que tengo pisos abajo sigue aún sin podrido abono humano. ¿No hay nadie vivo sin dormir en esta casa?
Ruedas de maletas nocturnas luchando contra el empedrado del patio. Una bombona de butano -o lo que mi finísimo oido intuyó que era- rodando misteriosamente. Alguien de vuelta a las cinco. Funcionarios de jodedores despertadores. Y eso es todo. ¿Es éste mi castigo? ¿Ni el placer de regodearme en la desgracia de un desvelo me queda?

Podrían haberme salido escaras de tantas horas estúpidas atada a la cama, pero sin embargo solamente siento unos brazos tremendamente largos. Me parece ser un dibujo animado sin articulaciones. Levantarse para descansar del falso descanso, sentarse resignado a desayunar y escuchar claramente los crujidos de la edad. ¡Ya no son años los que pasan, sino lustros por mis huesos! ¿No doy pena?

Me he mirado al espejo y me ha parecido verme volver del Hotel Cisne. Hoy no desentonaría entre su distinguida clientela.

Hay una desgracia de mujer que echa sus tardes en el Hotel Cisne. Su padre tarambana, protagonista de relato corto sobre decadentes rusos borrachos, era el antiguo portero de mi bloque. Un hombre como ninguno, cerrada como regla la portería con un educado cartón en la puerta, que disculpaba: "Estoy en la cochera". El impecablemente ennegrecido portero era el rey del lugar, no ya asiduo bebedor de medios rebosantes, sino borracho de whiskies tempraneros. La cochera, eterno eufemismo de "estoy pimplándome el barrio". Un hombre cuyos únicos momentos de trabajo eran las horas de siesta, que dedicaba para echar las cabezadas propias en el despachillo.
Creo que en mi vida llegué a verlo sobrio. Un día me paró por la calle para decirme que el wáter ya estaba arreglado. "No te preocupes, María, que vengo de tu casa y sólo era un desajuste de la llave de paso". Ni me llamo María ni mi wáter estaba roto.
Pero yo hablaba de una de sus hijas -porque hubo otra, pero ésta escapó a tiempo de la oscura espiral de perversión etílica que la rodeaba-. Esta pobre muchacha, cuyo nombre desconozo pero apuntaría a que es algo tan novelero como Elvirita, gasta ojeras desde que nació. Unas ojeras desmesuradas, único adorno de color en su insulsa y mortecina piel. A la muchacha debieron de regalarle un empleo de mecanógrafa -aprendida la técnica a través de cursos correísticos-, pasando documentos inútiles, insultando hasta los más bajos subordinados a la pobre Elvirita, que ni siquiera merece ya tan juvenil diminutivo. Lo único que le queda del día es la ilusión de recorrer el camino desde su trabajo hasta el de su eterno novio, que como ya se puede intuir es camarero en el Hotel Cisne. La ilusión del camino, digo, pues en seguida es frustrado el intento de felicidad, encontrándose nada más abrir la puerta del bar con la misma morralla borracha de todos los días. La peste del barrio, los putos eternos clientes, debe pensar la pobre, que echan a perder los mejores años de su noviazgo.

Ayer la que ya debería ser doña Elvira estaba llorando en la puerta del Hotel Cisne. Apoyada en la pared, estaba a medio sentar en la acera, abrazando el barato fular morado -a juego con las ojeras-. Yo la comprendo. Ya va para cuarenta años de insomnio en este infernal bloque sin compasión de desvelo nocturno.


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