lunes, abril 24, 2006

Coger la mano de un borracho y levantarle.

Mi abuela tiene dos monederos. En uno guarda billetes y monedas de uso comercial, inversión en comida de pensionaria y periódico diario. Diario a diario, quedándose dormida, cabeza gacha sobre las páginas, cansada de murmurar los artículos, dedos manchados de tinta, tras una manzanilla post-almuerzo.
En otro monedero guarda monedas -obvio- para los mendigos. Mi abuela tiene pocas diversiones: compras tempranas de víveres en la plaza, reuniones de viejas glorias para machacar el gallego inventado mientras se ensalza al PSOE, mandar cual dictadora a toda la familia -y el amor a la familia después de todo-; y los mendigos. La diversión de mi abuela son los mendigos.

Ella y sus hermanas salen a dar una vuelta de compras insoportable, de puesto en puesto y de trifulca en trifulca. De precio en precio y de "me debes tal pero pago yo" en "pago yo pero me debes cual". Todas las abuelas son semi-judías, peleándose por comprar los pimientos más baratos, los machitos necorescos más frescos y el queso más tierno. Si yo le compré a Rosina, tu hiciste el canelo dejándote estafar por Pauliña -que sin embargo vende lo mismo-. Cóbrame solamente estos dos filetes que vivo sola, dame sólo dos zanahorias que ahora no tengo a nadie en casa.

Salen a dar una vuelta, digo. Bajan las escaleras, salen del portal y allí están disfrutando el buen tiempo: la ciudad llena de perroflautas que hacen las delicias de las viejas. Mi abuela, monedero en mano, preguntado los porqués de su llegada, los porqués de no estar con sus padres, los porqués de esa vida, los porqués de la elección de la ciudad. Y, tras los porqués, los consejos. Toma esto pero no te lo gastes en droga, toma esto pero no andes molestando a la gente, toma esto pero aliméntate que estás muy delgado.
"Estos céntimos son para los de las flautas, y estos otros para las rumanas, ¡qué pena me dan, con esos niños en brazos, las rumanas!". En el norte tienen rumanas solamente en verano. El gueto hijo de puta no se instalado aún allí, solamente van cuando sale más sol que lluvia. Ojalá tuviéramos esa suerte en mi ciudad comunista, y tal vez no serían tan odiados, ni el ayuntamiento promovería una integración estúpidamente imposible e indeseada. Guetos, proxenetas, rumanas pariendo sin parar, coñazo en las calles pero siempre limosnas penosas.

La semana pasada estaban unas rumanas -de niño en brazos cual cebo telenovelesco- sacándole los cuartos a unos chavales de primaria. Excursión en casco antiguo saqueada por malolientes y caraduras mendigas. Más caraduras que malolientes.

Mi abuela vive en un cuarto piso sin ascensor, y aunque tiene unas piernas envidiables por bonitas -ya querría yo para mí esa suerte, parecen tener sus gemelos diez años menos de su edad-, no está para trotes de subir bolsas cargadas de fruta. Durante bastantes años, se echó de amiga limosnera a una yonqui. La yonqui, de pelo pajizo teñido y despeinado, cara de cansancio y facciones marcadas, subía las bolsas cuando terciaba. Mi abuela, a cambio, le daba una propina. La familia siempre le decía -a mi abuela- que estaba loca, que cualquier día entraba la yonqui (el cuarto piso, de puerta siempre abierta cual barrio bien americano) y le saqueaba la casa, le daba una paliza y se quedaba con el poco dinero. Mi abuela no se reía siquiera por la advertencia, no nos decía "¡qué cosas, qué cosas!"; sino que defendía a la yonqui y nos miraba con desdén.

Mi abuela me dijo ayer que la yonqui debe de estar muerta, porque lleva unas cuantas semanas sin verla.
Podría parecer que la echa de menos, que siente su muerte, que le cogió cariño a la mujer. Pero no noté nada en su voz que me diera a entender algo de ello. Simplemente tuvo que subir las bolsas unos cuantos días, y consideró un tanto molesto no tener a la yonqui ahí.

Mi abuela es impermeable. Es de izquierdas por un odio familiar al franquismo, pero de ideas retrógradas y sorprendentemente fascistoides. Lleva dos monederos, pero uno de ellos es utilizado más por diversión que por pena, pues bien podrían los mendigos irse a quejar a sus casas; y los inmigrantes a quejarse al rey de su país, como ya dejó dicho una vez. Quiere a su familia pero es extremadamente egoista, matriarca usuaria de técnicas de culpabilidad, siempre enfrentando a sus hijos.

Pero echa de menos a la yonqui, dice, y aún no hay perroflautas por el centro, dice, y también suspira y concluye que la panadera tendrá que subir las bolsas, pobrecita Bea, siempre tan atenta pero con tan poco que contarle.



Es lo que tienen las abuelas y la familia en general: todos jodiendo, pero todos queriendo al mismo tiempo por la intimidad obligada.

Mi abuela es un dechado de opiniones bestias pero certeras en cierto modo, siempre con la palabra justa en la boca. Y, cómo no, los "ay ay qué malita que estoy ajú ajú" cuando quiere darnos pena. La amada vieja lleva ochenta y casi noventa años dando guerra con las politicidades inventadas y corriendo a mandar de un lado a otro; como tú dices, hierba mala nunca muere.

Lo mejor: "a ese médico no vuelvo, que siempre que voy me dice que no tengo nada". La madre que la trajo, buscando enfermedades...  


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