miércoles, octubre 26, 2005

De cómo Andrés mutó (y de la envidia que provocó)

Mi vecindario es un hervidero de borrachos. Todos los cerebros que pululan por mi manzana fermentaron hace tiempo. Dulces jubilados que paseais los zapatos pantufleros -aquellos con repujado cuero de agujereando entramado-, vosotros que tantos buenos ratos de descojone me habéis brindado: adoptadme en vuestro colectivo.

Desde pequeña he compartido ascensor con un artista del empinamiento de codo en toda regla: Andrés.
Andrés vive en el cuarto y podría hacer un tour de esquisiteces alcohólicas por las calles. Antes de desgraciar a su mujer, él era un típico profesor de secundaria en un colegio de monjas. Luego vino la jubilación, y con ella su conversión. Por supuesto que antes de su retirada de filas docentes ya se metía los medios entre pecho y espalda, claro que sí, si no habría explicación para aquellos chispeantes ojillos que ponía al llegar al portal. Pero una maravillosa metamorfosis tiene lugar en el umbral del ocio infinito, que lo sé yo. Como si de la aparición de un nuevo superhéroe se tratase, Andrés se convirtió de la noche a la mañana en Alcohol Man.
Alcohol Man se levanta a las siete, y a y media ya está haciendo uso del ascensor. Da los buenos días al camarero del hotel de enfrente y se hace con el primer punto. Luego excusa su salida comprando un bollo en la panadería, y de vuelta al ascensor. Al rato baja a la cochera. Hay que sacar el coche de vez en cuando para que el motor no se enfríe, eso lo saben todos. Así consigue bonus desapareciendo de casa durante unas horas, y de ahí al transbordo del aperitivo. Para la hora de la comida, Alcohol Man ya se ha pimplado medio barrio y se echa una merecidísima siesta.
Y así podríamos seguir unos cuantos párrafos, pero me da que no hace falta mucha imaginación para adivinar el resultado del día.

La ilusión de mi vida es ser jubilado.



Publicar un comentario
Powered for Blogger by Blogger Templates