jueves, abril 20, 2006

Querido Profesor Caballero:

Ayer me escapé de tu clase a mitad. No considero necesario aparecer por tu pupitrecillo para escuchar tus humos incongruentes.

Mi Profesor Caballero prometía, prometía. Apareció en el segundo cuatrimestre, con su chaqueta de hombre serio y su camisa blanca bien planchada. Aquel día llevaba gafas de pasta negras y acarreaba la reciente muerte de su padre.
A la semana se le murió el suegro.
Yo me emocioné el primer día que lo escuché soltar culebras por la boca. ¡Qué bien habla mi Profesor Caballero! ¿Acaso nadie lo ve apuesto de su persona? ¡Joven, joven Profesor Caballero, en tus brazos quiero descansar!
A los tres días atendí en clase por primera vez, cabeza recta y brazos cruzados, ¡quiero enterarme de todo!, sin detenerme a estudiar sus atuendo y poses. Y sólo vi una mancha gris. Humo, humo, humo. Metodología, inteligencia, inducción, coño, información. Se dedicaba a repetir las mismas palabras una y otra vez, dejándonos malentendiendo cualquier tipo de utilidad subyacente. No había ninguna utilidad subyacente, en realidad: sólo más humo.
Pero yo adoraba a mi Profesor Caballero. Si antes por su caballerosidad de intelectualoide, ahora por su insolente caradura. ¡Oh, Caballero mi Caballero! ¿Acaso no sueñan todos los profesoruchos con un alumno de brazo alzado al más leal estilo de poeta muerto? ¡Yo podría haber sido tu acólito de risas y teatros!

Pero el Profesor Caballero tiene mujer e hijo no nato, otra desgracia más que lucir con esas ojeras que tan seductoras me parecen. ¡Engalanado en piel muerta, mi Profesor Caballero! Nunca hidratada la piel, siempre abatido cual fantasma e indiferente hacia nosotros. Siempre un señor, mi caballero.

Y de repente vi que era más cómodo no ir a tus clases. ¿Acaso piensas intoxicarme con tu gris humareda? Ya no iba a hablar contigo, ¡no mereces ser adorado como comemierda! El pelo de mi Profesor Caballero tiene cierto brillo de lustre macarroni, y sus rasgos dejan entrever un triste pero sorprendentemente orgulloso parecido con Silvester Stallone.

Pero, Profesor Caballero, aún querido, ¡sigo admirándote cual incompetente! Obviando su superioridad, nunca explicando sino inventando. ¡Cómo se atusa el rizo de la frente cuando piensa qué inventar a continuación! ¡Qué valor tiene el señor! Incluso cuando te vi disfrazado -¿o es que se disfraza por el contrario para las clases?- de ibicenco playero, buscando el mar en pleno centro, seguí mostrándote con orgullo. ¡Miradlo, ahí va el más caradura!

Mi Profesor Caballero merece un piso en mi barrio de borrachos. Tal vez conozca a la distinguida clientela de los bares circundantes. No me extrañaría en absoluto.



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